Padezco un trastorno neuromotor, en mi caso una variante de la esclerosis lateral amiotrófica (ELA): la enfermedad de Lou Gehrig. Los trastornos neuromotores no son raros, ni mucho menos: es un término que engloba la enfermedad de Parkinson, la esclerosis múltiple y una variedad de enfermedades de menor gravedad. Los rasgos distintivos de la ELA -la menos habitual de esta familia de enfermedades neuromusculares- son que no hay pérdida de sensación (lo cual tiene sus ventajas y sus desventajas) y que no hay dolor. Por consiguiente, al contrario que en casi cualquier otra enfermedad grave o mortal, aquí uno tiene la posibilidad de contemplar a sus anchas y con unas incomodidades mínimas el catastrófico avance de su propio deterioro.
En la práctica, la ELA constituye una prisión progresiva sin fianza. Primero, uno pierde el uso de un dedo o dos; luego, de una extremidad; luego, y de forma casi inevitable, de las cuatro. Los músculos del torso se adormecen hasta casi el letargo, un problema práctico desde el punto de vista digestivo, pero que, además, pone en peligro la vida, porque la respiración se vuelve al principio difícil y luego imposible sin la ayuda externa de un aparato con un tubo y una bomba. En las modalidades más extremas de la enfermedad, relacionadas con la disfunción de las neuronas motoras superiores (el resto del cuerpo funciona gracias a las llamadas neuronas motoras inferiores), tragar, hablar e incluso controlar la mandíbula y la cabeza se convierten en cosas imposibles. Yo no sufro (todavía) este aspecto de la enfermedad; si no, no podría dictar este texto.
De acuerdo con mi fase de deterioro actual, soy un tetrapléjico. Con un esfuerzo extraordinario, puedo mover un poco la mano derecha y cruzar el brazo izquierdo unos 15 centímetros a través del pecho. Mis piernas, aunque se bloquean cuando estoy de pie el tiempo suficiente para que el enfermero me traslade de una silla a otra, no soportan mi peso, y sólo me queda movimiento autónomo en una de ellas. De modo que cuando tengo las piernas y los brazos en una posición concreta, ahí se quedan hasta que alguien me los mueve. Lo mismo me ocurre en el torso, con el resultado de que tengo la molestia constante de un dolor de espalda debido a la inercia y la presión. Como no puedo usar los brazos, no puedo rascarme, colocarme las gafas, quitarme restos de comida de los dientes ni ninguna de todas esas cosas que hacemos -como se darán cuenta si lo piensan un momento- docenas de veces al día. Por decirlo suavemente, dependo por completo de la bondad de los demás.
De día, por lo menos, puedo pedir que me rasquen, me coloquen, me den de beber o simplemente me muevan las extremidades sin razón alguna, porque la quietud forzosa durante horas no sólo es incómoda desde el punto de vista físico, sino prácticamente insoportable desde el punto de vista psicológico. Uno no pierde el deseo de estirarse, agacharse, ponerse de pie, tenderse, correr o incluso hacer ejercicio. Pero, cuando le entran ganas, no puede hacer nada -nada- más que buscar algún mínimo sustitutivo o encontrar una manera de reprimir la idea y el consiguiente recuerdo muscular.
Lo malo es cuando llega la noche. Yo retraso la hora de irme a la cama hasta el último momento compatible con la necesidad de dormir de mi enfermero. Cuando estoy "preparado" para acostarme, me lleva al dormitorio en la misma silla de ruedas en la que he pasado las últimas 18 horas. Con cierta dificultad (a pesar de que he perdido altura, masa y volumen, sigo siendo un peso muerto considerable para quien me tiene que mover, aunque sea un hombre fuerte), me coloca en mi cama. Me sienta en un ángulo de 110º y me sujeta en mi sitio con toallas dobladas y almohadas, con la pierna izquierda vuelta hacia afuera como si hiciera ballet, para compensar su tendencia a hundirse hacia adentro. Este proceso requiere una concentración considerable. Si dejo que se quede un poco descolocada alguna extremidad o no insisto en que me alinee cuidadosamente el estómago con las piernas y la cabeza, luego sufro una agonía infernal durante la noche.
Después me tapa y me coloca las manos por fuera de la manta para darme la ilusión de movilidad, aunque también tapadas, porque tengo una sensación permanente de frío en ellas, como en el resto del cuerpo. Me rasca por última vez en alguno de los varios sitios que me pican de la cabeza a los pies; me ajusta el respirador Bipap a la nariz, incómodamente apretado para que no se me caiga por la noche; me quita las gafas... y ahí me quedo: vendado, miope e inmóvil como una momia moderna, solo en mi prisión corporal, acompañado durante el resto de la noche únicamente por mis pensamientos.
Por supuesto, tengo posibilidad de pedir ayuda si la necesito. Como no puedo mover ningún músculo, salvo el cuello y la cabeza, mi forma de hacerlo es a través de un intercomunicador infantil que tengo al lado de la cama, encendido permanentemente para que no tenga más que llamar y vengan a ayudarme. En las primeras fases de mi enfermedad, la tentación de pedir ayuda era casi irresistible: sentía que cada músculo necesitaba moverse, me picaba cada centímetro de piel, mi vejiga encontraba formas misteriosas de volverse a llenar y, por tanto, de tener que vaciarse a mitad de noche y, en general, sentía una necesidad desesperada del consuelo que representaban la luz, la compañía y el simple confort de la relación con otro ser humano. A estas alturas, en cambio, ya he aprendido a privarme de ello la mayoría de las noches, y el consuelo lo busco en mis propios pensamientos.
Esto último, aunque esté mal que lo diga, es una tarea de enormes proporciones. Pregúntense a sí mismos cuántas veces se mueven por la noche. No me refiero a ir de un sitio a otro (por ejemplo, ir al cuarto de baño, aunque eso también): simplemente, cuántas veces mueven una mano, un pie, con cuánta frecuencia se rascan varias partes del cuerpo antes de caer dormidos, de qué forma tan inconsciente cambian de posición ligeramente hasta encontrar la más cómoda. Imaginen por un instante que se ven obligados a yacer absolutamente inmóviles, boca arriba -que no es la mejor postura para dormir, desde luego, pero es la única que puedo tolerar- durante siete horas ininterrumpidas, y que tienen que discurrir formas de hacer que ese calvario sea tolerable, no sólo una noche, sino el resto de su vida.
Mi solución ha sido repasar mi vida, mis ideas, mis fantasías, mis recuerdos, mis recuerdos equivocados y otras cosas semejantes hasta dar con hechos, personas o historias que puedo utilizar para distraer mi mente del cuerpo en el que está encerrada. Estos ejercicios mentales tienen que ser suficientemente interesantes para retener mi atención y ayudarme a superar un picor insufrible en el oído o en los riñones; pero también tienen que ser suficientemente aburridos para servir de preludio y ayuda al sueño. Me ha costado cierto tiempo ver que este proceso era una buena alternativa al insomnio y la incomodidad física, y no es infalible, ni mucho menos. Pero de vez en cuando me asombra, al pensar en ello, con qué facilidad parezco estar soportando, noche tras noche, semana tras semana, mes tras mes, lo que antes era una tortura nocturna casi insoportable. Me despierto exactamente en la misma postura, el mismo estado de ánimo y la misma desesperación suspendida con los que me acosté, lo cual, dadas las circunstancias, puede considerarse un triunfo importante.
El efecto acumulativo de esta existencia de cucaracha resulta insufrible, aunque encuentre la manera de superar una noche concreta. "Cucaracha", desde luego, es una alusión a La metamorfosis de Kafka, en la que el protagonista se despierta una mañana y descubre que se ha convertido en un insecto. El tema fundamental de la historia consiste tanto en las reacciones y la incomprensión de su familia como en el relato de sus propias sensaciones, y es difícil resistirse a la idea de que hasta el amigo o el familiar más generoso y cariñoso es incapaz de comprender la sensación de aislamiento y encierro que impone esta enfermedad a sus víctimas. La impotencia es humillante incluso en una crisis pasajera; imagínense o recuerden alguna ocasión en la que se han caído o han necesitado ayuda física de desconocidos. Ahora piensen en la reacción de la mente al saber que la impotencia especialmente humillante de la ELA es una condena perpetua (en relación con estas situaciones, hablamos alegremente de condenas a muerte, pero la verdad es que la muerte sería un alivio).
La mañana trae cierto respiro, aunque el hecho de que la perspectiva de cambiarse a una silla de ruedas para pasar el resto del día le eleve a uno el ánimo dice bastante del solitario viaje de la noche. Tener algo que hacer, en mi caso algo puramente cerebral y verbal, es una distracción saludable, aunque sólo sea en el sentido casi literal de que ofrece una oportunidad de comunicarme con el mundo exterior y expresar en palabras, a menudo airadas, las irritaciones y frustraciones acumuladas que me produce la debilidad física.
La mejor forma de sobrevivir a la noche sería tratarla como el día. Si yo pudiera encontrar a alguien que no tuviera nada mejor que hacer que hablar conmigo toda la noche sobre algo lo bastante distraído como para mantenernos despiertos a los dos, lo buscaría. Pero, en esta enfermedad, uno es también consciente, en todo momento, de la necesaria normalidad que tienen las vidas de los demás: su necesidad de ejercicio, entretenimiento y sueño. Así que mis noches, a primera vista, se parecen a las de otras personas. Me preparo para acostarme; me acuesto; me levanto (o, mejor dicho, me levantan). Las horas que transcurren en medio son, como la propia enfermedad, incomunicables.
Supongo que debería estar al menos un poco satisfecho de haber encontrado dentro de mí mismo un mecanismo de supervivencia de ésos sobre los que la mayoría de la gente normal sólo puede leer en historias sobre catástrofes naturales o celdas de aislamiento. Y es verdad que esta enfermedad tiene una dimensión enriquecedora: gracias a mi imposibilidad de tomar notas o prepararlas, mi memoria -que ya era bastante buena- ha mejorado considerablemente, con la ayuda de técnicas adaptadas del "palacio de la memoria" descrito de forma tan intrigante por Jonathan Spence. Pero es bien sabido que las pequeñas satisfacciones que compensan por algo son pasajeras. No tiene nada de bueno estar encerrado en un traje de hierro, frío e implacable. Los placeres de la agilidad mental están sobrevalorados, como es inevitable -me parece ahora-, por quienes no dependen exclusivamente de ellos. Lo mismo se puede decir, en gran parte, de las palabras de ánimo bienintencionadas que sugieren que encontremos compensaciones no físicas cuando lo físico falla. Es inútil. Una pérdida es una pérdida, y no se gana nada llamándola con un nombre más bonito. Mis noches son interesantes; pero podría vivir muy bien sin ellas.